Mis queridos Olga y Daniel, les agradezco profundamente la difusión del taller literario y la difusión de tantos y tantos colegas. En un mundo tan globalizado y, muchas veces, indiferente, actitudes como la de ustedes y su página, son bálsmo para el alma.
Lo que necesiten difundir, POEMAS EN AÑIL está a disposición.
Desde mi corazón
Viviana
Viviana Álvarez
Presidente de ASOLAPO Argentina
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Premio de Poesía Antonio Gala
Cierre: 15 de mayo de 2010
Podrán presentarse a este certamen todos los escritores de edades comprendidas entre dieciocho y treinta y cinco años que lo deseen, siempre que sus obras estén escritas en castellano, sean rigurosamente inéditas y no hayan sido galardonadas anteriormente.
Cada escritor podrá enviar, por separado, cuantas obras desee.
Mayor información:
E-mail: cultura@alhaurinelgrande.net
Web: http://alhaurinelgrande.net/
Info: Letralia
Podrán presentarse a este certamen todos los escritores de edades comprendidas entre dieciocho y treinta y cinco años que lo deseen, siempre que sus obras estén escritas en castellano, sean rigurosamente inéditas y no hayan sido galardonadas anteriormente.
Cada escritor podrá enviar, por separado, cuantas obras desee.
Mayor información:
E-mail: cultura@alhaurinelgrande.net
Web: http://alhaurinelgrande.net/
Info: Letralia
José Antonio Millán y la etimología de las palabras
"Las palabras comparten la condición nómade del hombre. Al cruzar valles, montañas y fronteras, cambian. También, como los hombres, esconden rastros de sus vidas anteriores. Y en esos rastros puede leerse la historia del mundo."
Así lo afirma el filólogo español José Antonio Millán. Las palabras, dice, llevan señales de contactos, invasiones y conquistas entre las culturas más diversas. Por eso, y porque el tejer y destejer colectivo de palabras en el tiempo es en buena medida un fenómeno oral, Millán llegó a una hermosa definición: la etimología es la arqueología del viento. La materialidad de un sonido, pero también el aliento efímero de la voz que nombra.
Así lo afirma el filólogo español José Antonio Millán. Las palabras, dice, llevan señales de contactos, invasiones y conquistas entre las culturas más diversas. Por eso, y porque el tejer y destejer colectivo de palabras en el tiempo es en buena medida un fenómeno oral, Millán llegó a una hermosa definición: la etimología es la arqueología del viento. La materialidad de un sonido, pero también el aliento efímero de la voz que nombra.
MADAME BOVARY - un cuento de Delfina Acosta
Después de tomar el mate, se reclinó sobre el respaldo aterciopelado del sofá, y continuó enfrascado en la lectura de Madame Bovary.
Se metió (no quería hacerlo, no debía, pero ya era tarde) en la aparición repentina de la mujer en el almacén del boticario del pueblo. Y era como si él también se hubiera metido, anhelante, deseoso del veneno, empujado por la desesperación de la vida que sale zumbante del carril.
A medida que el libro lo arrastraba, lo contaminaba, le venía una sensación de ser llevado por un tren a un destino tan injusto como inevitable.
Podía ver desde la ventanilla los tramos finales, aquellas últimas casas cuyas chimeneas despedían un humo negruzco, las golondrinas del crepúsculo buscando las ramas de los cipreses y de los robles, un hombre (con una lámpara en la mano) observando a la máquina viajera desde el umbral de una puerta.
Sintió náuseas.
Se levantó, tambaleante, con una terrible presión en la cabeza, y descargó un vómito en el patio.
La señora que hacía la limpieza de la casa y preparaba la comida además de dar alguna conversación sobre el clima cuando los bichos de luz rondaban el alumbrado público, le habló: “¿Se siente bien, señor?”.
Y él le dijo que no. Y le pidió un té de manzanilla.
Y el té vino rápido y excesivo. Y también el “Cuídese, señor. Si viera la cara de enfermo que tiene”.
“Esta es la segunda vez”, pensó Julio Castel.
Un ave nocturna chistó.
Se acostó, y con la cabeza colocada sobre la almohada que olía a lavanda, a frescura, y el ánimo ya recobrado, se dijo, se mintió, que mañana seguiría leyendo “Madame Bobary”.
El amanecer le llegó de golpe.
El libro, que estaba con las páginas abiertas sobre el piso, le pareció un insecto, una araña, algún ciempiés desembascarado. Llamó a Juliana, que ya tenía preparado otro té de manzanilla y un vaso de agua, por si las moscas, y le pidió que se lo llevara lejos y lo enterrara.
Ninguna objeción.
Ningún comentario.
El patrón era normal, pero tenía la cabeza al revés.
Nunca más finales tristes. Nunca más ella, con los ojos caminados por la sombra de la muerte, perdiéndose en la distancia, y él observando, sin poder hacer nada, desaparecer el carruaje con el objeto de su pasión adentro. O él (otro él, otro personaje), enfermo de celos, decidido a disparar su revolver contra ella, quien intentaba, con el rostro pálido, explicarle que el hombre solamente había venido a su cuarto, interesado en su catálogo de mariposas (o algo así, o mejor, una excusa más creíble), pensó Julio Castel.
Siguió leyendo libros. Cinco, seis. A Juliana siempre le había parecido rara la gente que leía.
Cortaba la lectura en donde se le antojaba. Y luego se iba a silbar y mirar a los canarios en su jaula; así le venía la sensación de que daba un poco de claridad y libertad a las aves.
Margarita Pineda, su vecina, le pasó por sobre la muralla un libro, una tarde.
“Te gustará. Lástima el final. Yo no sé qué es eso de que la gente venga a morir al terminar la lectura. Manga de amargados, los escritores. ¿Verdad, Julio?”, dijo.
Al día siguiente, después de volver de la oficina, corrió las cortinas, y se sentó en el lugar de siempre, para leer la novela prestada.
Las palabras, las frases, las sugerencias, el ambiente mal iluminado del bar donde un joven pecoso (era el personaje central) estaba terminando de beber su cerveza, las risas que llegaban desde las mesas donde los hombres intercambiaban bromas, aún los números de las páginas, apuraban la decisión del joven que se largó del bar, salió a la noche, y, silbando alegremente, se dirigió a la boletería.
La vio y quedó deslumbrado. Ella, delgada, hermosa, con su traje celeste, giraba cual trompo sobre la pista de hielo. Y al girar era como si fuera una flor rara que se abría lentamente.
Julio Castel suspiró convencido y cerró definitivamente el libro.
Algunos días después, Juliana observó embobada, mientras hacía la limpieza de la nueva galería de juguetes de su patrón, aquella bailarina (su tutú era celeste) de una cajita musical. Le daba cuerdas y bailaba, girando sobre sus pies. No. No era tanto la música... Era un no sé qué casi humano, quizás triste en su expresión. Su diminuta expresión de pequeña bailarina.
Se metió (no quería hacerlo, no debía, pero ya era tarde) en la aparición repentina de la mujer en el almacén del boticario del pueblo. Y era como si él también se hubiera metido, anhelante, deseoso del veneno, empujado por la desesperación de la vida que sale zumbante del carril.
A medida que el libro lo arrastraba, lo contaminaba, le venía una sensación de ser llevado por un tren a un destino tan injusto como inevitable.
Podía ver desde la ventanilla los tramos finales, aquellas últimas casas cuyas chimeneas despedían un humo negruzco, las golondrinas del crepúsculo buscando las ramas de los cipreses y de los robles, un hombre (con una lámpara en la mano) observando a la máquina viajera desde el umbral de una puerta.
Sintió náuseas.
Se levantó, tambaleante, con una terrible presión en la cabeza, y descargó un vómito en el patio.
La señora que hacía la limpieza de la casa y preparaba la comida además de dar alguna conversación sobre el clima cuando los bichos de luz rondaban el alumbrado público, le habló: “¿Se siente bien, señor?”.
Y él le dijo que no. Y le pidió un té de manzanilla.
Y el té vino rápido y excesivo. Y también el “Cuídese, señor. Si viera la cara de enfermo que tiene”.
“Esta es la segunda vez”, pensó Julio Castel.
Un ave nocturna chistó.
Se acostó, y con la cabeza colocada sobre la almohada que olía a lavanda, a frescura, y el ánimo ya recobrado, se dijo, se mintió, que mañana seguiría leyendo “Madame Bobary”.
El amanecer le llegó de golpe.
El libro, que estaba con las páginas abiertas sobre el piso, le pareció un insecto, una araña, algún ciempiés desembascarado. Llamó a Juliana, que ya tenía preparado otro té de manzanilla y un vaso de agua, por si las moscas, y le pidió que se lo llevara lejos y lo enterrara.
Ninguna objeción.
Ningún comentario.
El patrón era normal, pero tenía la cabeza al revés.
Nunca más finales tristes. Nunca más ella, con los ojos caminados por la sombra de la muerte, perdiéndose en la distancia, y él observando, sin poder hacer nada, desaparecer el carruaje con el objeto de su pasión adentro. O él (otro él, otro personaje), enfermo de celos, decidido a disparar su revolver contra ella, quien intentaba, con el rostro pálido, explicarle que el hombre solamente había venido a su cuarto, interesado en su catálogo de mariposas (o algo así, o mejor, una excusa más creíble), pensó Julio Castel.
Siguió leyendo libros. Cinco, seis. A Juliana siempre le había parecido rara la gente que leía.
Cortaba la lectura en donde se le antojaba. Y luego se iba a silbar y mirar a los canarios en su jaula; así le venía la sensación de que daba un poco de claridad y libertad a las aves.
Margarita Pineda, su vecina, le pasó por sobre la muralla un libro, una tarde.
“Te gustará. Lástima el final. Yo no sé qué es eso de que la gente venga a morir al terminar la lectura. Manga de amargados, los escritores. ¿Verdad, Julio?”, dijo.
Al día siguiente, después de volver de la oficina, corrió las cortinas, y se sentó en el lugar de siempre, para leer la novela prestada.
Las palabras, las frases, las sugerencias, el ambiente mal iluminado del bar donde un joven pecoso (era el personaje central) estaba terminando de beber su cerveza, las risas que llegaban desde las mesas donde los hombres intercambiaban bromas, aún los números de las páginas, apuraban la decisión del joven que se largó del bar, salió a la noche, y, silbando alegremente, se dirigió a la boletería.
La vio y quedó deslumbrado. Ella, delgada, hermosa, con su traje celeste, giraba cual trompo sobre la pista de hielo. Y al girar era como si fuera una flor rara que se abría lentamente.
Julio Castel suspiró convencido y cerró definitivamente el libro.
Algunos días después, Juliana observó embobada, mientras hacía la limpieza de la nueva galería de juguetes de su patrón, aquella bailarina (su tutú era celeste) de una cajita musical. Le daba cuerdas y bailaba, girando sobre sus pies. No. No era tanto la música... Era un no sé qué casi humano, quizás triste en su expresión. Su diminuta expresión de pequeña bailarina.
UN BLOG DE COSAS ‘GENIALES’ SE CONVIERTE EN LIBRO
Deprimido por la lectura diaria de malas noticias y en medio de una crisis matrimonial, el canadiense Neil Pasricha decidió intentar centrarse en lo positivo y pensar en 1.000 cosas sencillas, gratuitas y geniales, publicando cada día una de ellas en un blog.
Pasricha, de 30 años, que trabaja en un departamento de recursos humanos en Toronto, se quedó estupefacto cuando ganó dos premios Webby, considerados "los Oscar de internet" al mismo tiempo que su matrimonio acababa y uno de sus mejores amigos se suicidaba.
Entonces, entre sus dramas personales y las dificultades de una crisis económica, también firmó un acuerdo para un libro, y "The Book of Awesome", que contiene 200 de sus cosas sensacionales, sale esta semana.
Fuente: Terra
Más información: http://www.terra.com.ar/
Enviado por Gacemail - TEA Imagen
Pasricha, de 30 años, que trabaja en un departamento de recursos humanos en Toronto, se quedó estupefacto cuando ganó dos premios Webby, considerados "los Oscar de internet" al mismo tiempo que su matrimonio acababa y uno de sus mejores amigos se suicidaba.
Entonces, entre sus dramas personales y las dificultades de una crisis económica, también firmó un acuerdo para un libro, y "The Book of Awesome", que contiene 200 de sus cosas sensacionales, sale esta semana.
Fuente: Terra
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