Ariel Puyelli
El agua que seca
Y eso que don Mario le dijo que el agua no moja: "¡lo seca a uno! Despacito, como de a sorbitos, lo va dejando seco. Un papelito lo deja".
"Se va a embromar", murmuró cuando lo despidió en la tranquera. Sacudió la cabeza con la invocación a lo irremediable y se metió en la casa.
El hombre estaba contento. La casa al borde del río, al pie de la cascada mayor, era el sueño de su vida.
"Pobre don Mario" - le comentó a su mujer manejando hacia su nueva propiedad. - "En fin, yo sé que lo dice sin mala intención, pero ¡qué ocurrencia!".
Don Mario echó maderitas en la cocina económica. La mujer lo miró como miran las mujeres de su tipo: en silencio. Esperó. Sabía que algo iba a decir. Y lo dijo. "Los forasteros no saben nada. Ni oír saben". La mujer comprendió. Porque al igual que don Mario, sabía oír.
Los dos conocían desde siempre la historia, aunque nunca la recordaban con palabras. Sólo de pensamiento. Ellos saben que las palabras le dan ideas al Diablo. Y se hacen historias de verdad, con nombre y apellido.
El hombre fue advertido una vez más, pero inútilmente.
"La ciudad los pone lesos. O sordos", volvió a murmurar don Mario.
La cabaña del hombre fue tomando cuerpo, creciendo cobijo. Los troncos se volvieron paredes y techo. Las piedras, sendero. Los árboles, sombra para la gente. Y el sueño, realidad.
"¿Usted habló con él?", le preguntó un vecino a don Mario. No hizo falta decir nada. Otra vez la cabeza lamentaba lo inevitable. Lo fatal.
"Las cascadas son ríos que la montaña no quiere" - recordó el vecino. - "¡La montaña vomita esa agua!". Enojado, chupó con fuerza el mate y lo devolvió a las manos de don Mario, que seguía en silencio.
"Se van a secar, sí señor", remató el sujeto antes de que el silencio se instalara en la cocina.
La cabaña fue terminada y ocupada por los felices propietarios. La dueña de casa comenzó con los ritos habituales: una pequeña huerta, dulces caseros y recolección de flores para secarlas y hacer adornos.
"Como las flores se van a secar", pensó don Mario cuando entró en la cabaña acompañando al hombre, que lo necesitaba para alambrar.
Ella pensó que era el cambio de clima. "Es mucho más seco acá", se dijo y se proveyó de cremas hidratantes. Él creyó que era el resultado de tantos trabajos duros, al aire libre. Pero no usó cosméticos.
Sin darse cuenta se fueron secando por fuera y por dentro.
"Váyanse mientras les dé tiempo el agua", le dijo una sola vez don Mario. Pero al hombre se le habían secado por completo los oídos.
Una mañana no despertaron. No tenían cómo. Papelitos eran.
Don Mario y su vecino los encontraron abrazados en la cama.
Los paisanos se miraron pero no dijeron palabra.
Tampoco era cuestión de decir algo que enojara al río despreciado por la montaña. Al fin de cuentas, tanto ellos como el agua, eran parte de la misma tierra.
Ariel Puyelli
Nacido en Buenos Aires en 1963, Ariel Puyelli escribe cuentos y novelas. Es periodista y docente. Reside en Esquel desde 2002. La mayoría de sus libros están dirigidos a niños y adolescentes. Entre otros títulos: La maldición del chenque, El cultrún de plata, La verdadera historia del Ratón Pérez, ¿Por qué se durmió el gallo Pinto?, Rita, la araña con peluca y otros cuentos, y Los cabellos de la Magdalena (poesía para adultos).