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Según pasan las conversaciones - por Delfina Acosta

Ocurría que antes, las niñas éramos más incautas, más inocentes, que las de ahora.

Algún que otro entrevero amoroso con nuestro compañero de grado nos valía una sanción implacable en la Dirección del colegio; nos quedábamos entonces con la angustia y el tormento de haber cometido un pecado capital. Ni qué decir ya sobre el temor de que nuestros padres se enteraran, a través de un comunicado enviado por la directora, de aquel desatino, de aquella primera locura de nuestro corazón enamorado.

Hermosos y frescos tiempos aquellos, los de la niñez, porque éramos niños que no vivíamos en un ambiente de estrés y la violencia familiar no constituía un problema acentuado de la sociedad, como lo es ahora.

La enseñanza en los colegios era sana y motivadora de principios humanos.

Recuerdo que escribíamos composiciones en torno al árbol (siempre el árbol, ya por sus frutos, ya por su sombra majestuosa, ya por su trinar agolpado de aves migratorias que huían ante el disparo de alguna honda asesina), a la maestra, a la madre, a la primavera, a los héroes de la patria. Y sigue la lista...

Eramos felices, que es lo que cuenta, en definitiva, y dábamos momentos gratificantes a nuestros padres.

No había televisión en nuestras casas sino alguna que otra reprimenda, ciertas órdenes sobre la buena conducta que debíamos observar, y consejos e instrucciones en torno al estudio, la finalidad primera de nuestra atención, y el motivo, tantas veces, ay, del disgusto de nuestros preocupados progenitores.

Moríamos por tener buenas calificaciones, sobre todo en matemáticas.

Y nuestra salud mental se fortalecía a través del estudio y las recreaciones al aire libre.

Y ahora, ¿qué pasa?

Ah..., pues hoy los tiempos son otros.

Y yo, particularmente, no pongo mayores objeciones a estos tiempos que nos tocan vivir, aunque sí quisiera señalar cómo los niños caen con facilidad asombrosa en esa droga llamada celular.

Es para alquilar balcones y ver cómo se desbordan los chicos, con sus celulares en las manos, ansiosos como están de algún llamado, de cualquier mensaje.

Y es así que la charla, la comunicación generadora de afectos con los padres, se volvieron una burbuja, un vacío, y en consecuencia, un serio llamado a la atención.

En una oportunidad, conversando con un viejo amigo, él me había comentado, con un semblante de preocupación en su rostro, que ya no encontraba un momento siquiera para hablar con sus hijas, pues ellas estaban a menudo con la atención más fija en el aparatito de marras que en un intento de diálogo.

“Ya no son Marta e Isabel, son las obsesas”, me decía.

Yo sé, como todos lo saben, lo útil que es un celular en nuestra cotidianidad.

Nos pone en contacto instantáneo con la gente, y ya está. No hay más nada que agregar. Pero ocurre que se multiplican las personas que entran en otra dimensión, por así decirlo, cuando empiezan a hacer llamadas a través de sus celulares, dejando la conversación (siempre valiosa) con la familia y los amigos en un segundo plano.

No sé si habrá remedio para este nuevo mal de nuestra sociedad. Tengo mis serias sospechas de que las “obsesiones” recién están comenzando.

Defina Acosta
Asunción del Paraguay
19 de Junio de 2011

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