Caída y levantamiento de un escritor universal
Por Delfina Acosta, ABC Color.
Quien lea De profundis, del escritor Oscar O’Flahertie Fingall Wills-Wilde, conocido como Oscar Wilde, sabrá cómo la cárcel puede llevar a un hombre no solamente a la desesperación, a la quiebra económica, a la crucifixión social, sino además a un afán de sobrevivir, aunque la sobrevivencia se dé solamente a través de las epístolas. El autor de El retrato de Dorian Gray y La importancia de llamarse Ernesto, para dar vida a la chatura de sus días grises en la prisión donde solo era un número, un uniforme más, empezó a redactar una larga carta dirigida a Alfred Douglas. La historia de su reclusión es muy conocida pero la repito: acusado de mantener relaciones sexuales con Alfred, menor y del mismo sexo, fue a dar con sus huesos en la cárcel. Esa obra no hubiera salido jamás a la luz sino fuera por la ayuda de su amigo y ejecutor testamentario, Robert Ross.
Oscar Wilde lo perdió todo. En primer lugar su libertad, que es un bien preciado, sin lugar a dudas. También su biblioteca, que era su fuente de investigación y de placer. Escribe así Wilde: “De no haberme podido exigir tu padre el pago de tus gastos, tú, demasiado lo sé, siempre compasivo tratándose solo de palabras, hubieras sentido lástima por la pérdida completa de mi biblioteca, pérdida irreparable para un escritor, y la más desoladora de todas mis pérdidas materiales”.
Como si todo eso no fuera suficiente, debió afrontar la idea del suicidio.
Su esposa, traspasada por los excesivos disgustos murió. Y cuán insoportables se le hacían los días a Wilde sin la compañía de sus hijos, sobre todo de su amado Cyril.
Oscar analizó en su carta (tenía todo el tiempo del mundo para hacerlo) la relación que significó su estrepitosa caída social y encontró que mucha culpa de ello la tuvo Alfred, por obrar con tanta ligereza y excesivo egoísmo.
En las páginas de De profundis uno puede ver la soledad absoluta de un hombre, de un artista, que tuvo que aferrarse a los recuerdos para no terminar enloqueciendo, aunque los recuerdos poseían un sabor más que amargo, ciertamente. No hay máscaras, recursos literarios ni ornamentaciones en su carta, sino sinceridad absoluta, lo que da un valor testimonial de gran peso a la misma.
Es notoria su obsesión en torno a Lord Alfred Douglas. Escudriñó todo cuanto lo unió a él. Analizó sus sentimientos a la luz de la desgracia propia y los encontró vacíos, simples y egoístas. Así se lee en un párrafo: “Cada uno de nosotros tiene reservado su destino. A ti te ha tocado el de la libertad, los placeres, las diversiones y el bienestar; a mí el de la vergüenza pública, la larga reclusión en un calabozo, la miseria, la ruina y el deshonor, y sin embargo yo no lo merecía en nada”.
Y yo me digo que se “comprende” que los pensamientos de Oscar Wilde vayan reiteradamente hacia el causante de sus males, según se desprende de la lectura de De profundis.
El genial escritor conoció hasta dónde llegó el egoísmo de la gente, la manipulación que las personas hacían a los indefensos, la morbosidad, la humillación pública, las burlas del populacho, la actuación vergonzosa de los abogados, que, por dinero, estaban dispuestos a vender sus almas al mismo diablo.
Llegó a sentir el sufrimiento en una expresión muy elevada Wilde.
En fin, cómo cambiaron su visión del mundo, ciertamente, aquellos horribles años en prisión.
Cristo empezó a manifestarse de una manera personal en su espíritu, sin embargo.
He aquí el modo en que se reveló en Oscar el hijo de Dios: “Me puse de rodillas, incliné la cabeza, lloré y dije: ‘El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor; ya no soy digno de ninguno de ellos’. Y ese momento fue sin duda el que me salvó. En ese momento comprendí que solo me restaba aceptarlo todo. Y desde entonces, por extraño que parezca, soy feliz pues he llegado hasta el fondo de mi alma. Al entrar en contacto con el alma, uno se vuelve otra vez niño, y esto es lo que uno ha de ser, según las palabras de Cristo”.
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