Parece que están floreciendo con ganas las violetas
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La mujer que entraba aquel domingo en el cementerio de la Recoleta no llevaba paraguas.
Silvio acababa de abrir el suyo, porque la llovizna, que le permitió curiosear tranquilamente tumbas y mausoleos, inscripciones y lápidas, se había convertido en temporal.
A tal punto había sido apenas húmeda la siesta dominguera, que Silvio pudo sentarse a observar largo rato muy cerca de un panteón, a un señor con termo en ristre, que golpeaba la puerta y llamaba en voz alta: “¡Ojeda, Ojeda!”
El hombre persistía en su llamado, en el que se mezclaban cierta sorpresa y cierta preocupación.
Al rato –Silvio me lo contó- apareció uno de los cuidadores del lugar, que le dijo:
“Ojeda salió y no va a volver hasta la noche”.
El cuidador, viendo que Silvio observaba la escena, se le acercó y le contó que esta persona solía venir venía todos los domingos a la tarde, con su termo y su taza de aluminio, y que cada vez debía encontrar una historia distinta: “Ojeda pidió que no lo despierten, porque anoche no consiguió pegar un ojo”, u, “Ojeda se quedó a dormir en lo del hermano, porque la mujer tuvo familia”, o bien, “Ojeda se fue al campo, porque tenía que vender unas vacas”.
Lo curioso es que el amigo de Ojeda aceptaba siempre con simpatía estas excusas y se iba diciendo:
“Dígale que el domingo que viene vuelvo a visitarlo”.
Ojeda parecía tenerlo todo: hermana, hermano, hijos, nietos, sobrino, abuelos, padres, campos, insomnio.
Ninguna excusa le sonaba incongruente sospechosa al visitante que, además, demostraba al marcharse algo de alivio.
Pero nunca dejaba de volver.
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Blog: Por Mora Torres.