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Memorias de la soledad - por Eduardo Juan Salleras

Memorias de… LA SOLEDAD
Por Eduardo Juan Salleras, 22 de enero de 2012.-
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Y aquí estoy, solo, sentado en la orilla mirando como las olas rompen delante de mi… y su espuma bailoteando encima; a mi alrededor, la ausencia…
… jóvenes jugando a la pelota o a la paleta… mayores jugando al tejo; niños yendo y viniendo con sus baldecitos, acarreando agua a sus pozos en la arena, intentando tal vez vaciar el mar en ellos - si los viera San Agustín - mujeres chismeando… hombres también…
Yo sin embargo en medio de la nada, frente al verde esmeralda del océano, con la vista clavada en el horizonte infinito. Aislado, abstraído de todo. No me caí, entre por mi propia voluntad, necesitaba escucharme y escucharla a ella.
Es que, basta apretar un botón de la mente para hacer desaparecer a todos e ingresar así en la soledad. ¡Y qué bueno es eso!, en la medida que sepamos compartirla, logrando entrar y salir a gusto.
Hay solitarios que la eligieron para vivir; otros, en cambio, huyendo o jugando, la adoptaron como morada transitoria de sus tristezas, de sus problemas, construyendo su mundo ahí – tal vez demasiado grande – del que no saben salir.
También están los que le temen, que escapan permanentemente de la soledad - tienen miedo a estar solos - andan como locos prendiendo todas las luces de sus vidas… ¿quién les habrá dicho que la soledad es oscura?
Es una buena compañera, porque siempre está dispuesta a escuchar y yo a escucharla.
Mi soledad me muestra quién soy realmente, porque otros, por quererme demasiado o por odiarme, dirán de mí lo que no soy: buenas y malas.
Muchos prefieren un espejo mentiroso a la verdad, y por eso la aborrecen.
Es la más confiable para guardar los secretos profundos; tesorera de los misterios de cada uno. La soledad no se puede compartir con nadie es absolutamente personal; cada cual tiene la suya. No se presta, no se vende, no se roba.
Uno podrá contar lo que en ella ve, lo que ella dice de… lo que piensa de mi o de cualquiera, pero no hay quién pueda ingresar a mi soledad para escucharla por sí mismo, aunque yo lo permita. Desaparecería instantáneamente, escondiéndose, y haciéndome pasar por loco.
La vida a veces nos deja solos. Sentimos: desamparo, encierro, pesar; nos sumergimos en un monólogo íntimo de cuestionamientos. Nos preguntamos y nos respondemos, nosotros mismos. Y ella mirándonos desde otro lugar.
En la soledad podemos encontrar: nostalgia, añoranza, melancolía, pero siempre habrá un diálogo entre ella y yo, me sentiré siempre en su compañía y libre de estar o no, solo.
Hay los que pretenden que la soledad tenga todas las respuestas… sin darse cuenta, que ella no es la mejor de las esposas, sino la amante perfecta.
Vengo entonces a restituirle su prestigio, es por ello que escribo sus memorias.
Concurrí un día, a un evento con gente muy sofisticada. Las mujeres exponiendo sus galas, y los hombres lo suyo; música festiva, muy iluminado. Hablaban fuerte y a las carcajadas, todos exageraban, a mi entender, cada gesto.
Entré con los hombros encogidos y una sonrisita tímida en la boca; con leves cabeceos pretendí saludar a quienes ni siquiera notaron mi presencia.
Me acerqué entonces a una mesa de bocadillos y esperando que algún mozo me alcance una bebida. Giré la cabeza a mi derecha y vi a una linda joven sentada en un rincón con su mirada al suelo, como si no participara de la fiesta. Allí fui y le pregunté: - ¿Estás sola? – Sí, respondió, y me llamo Soledad.
Estuve toda la noche con ella contándole de mis cosas, incluso bailamos en medio del salón sin que nadie note nuestra presencia. Éramos como invisibles a los demás.
Así pasó una velada grandiosa, aquella linda mujer me había salvado. Pero seguí saliendo un buen tiempo con ella, hasta que un día, programado por mí, la invité a caminar por la rambla. En una noche clara y soñada de luna llena, le propuse matrimonio… Sus ojos se inundaron de tristeza, y una lágrima de plata iluminada por el reflejo, se deslizó en su mejilla, y me dijo:
- No puedo… no debo. Fui, soy y seré siempre tuya… giró y corrió – yo quedé paralizado sin entender – ella, a los pocos metros, se detuvo, y me gritó: - no quiero arruinar tu vida, cuando me necesites, y solamente cuando sea necesario, allí estaré. Y volvió a correr.
Hoy soy feliz con otra mujer, formé una familia, pero de tanto en tanto la busco para vernos, a solas desde luego, pero no por escondernos, todos saben que la frecuento y me hace bien.
¿Qué habría sido de mi vida si me hubiera casado con ella?

Eduardo Juan Salleras

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