Hay poetas que nacieron, tal parece, para dar aliento al hombre, al fatigado, al burlado, a aquel que se encuentra tal vez extraviado de sí mismo y busca un camino, una farola siquiera para llegar a un punto de reflexión que le pueda servir de ayuda.
Estos poetas son seres humanos que, despojándose de cualquier corona de monarcas que mucho pretenden tantos vates, han observado la vida detenidamente, con todas sus miserias, sus aberraciones, sus oscuridades, sus luces y sus desencantos.
Ellos han percibido cuánto ruido, cuánto inútil batir de tambores, cuánta cáscara existe tras la apariencia engañosa de las cosas.
Los ojos del mundo suelen ser tentados por el encanto de algunos placeres que luego terminan fatigando al cuerpo y al espíritu en gran manera.
Han escarbado tales poetas en su interior tocando sus propios límites y se han vuelto un poco (entiéndase que dije un poco) sabios. Asimismo, se colocaron en tantas ocasiones en el mismo nivel del hombre, del ser humano común, el de la calle, que tiene sus afanes, sus alegrías, su pan que ganarse diariamente. Y así, curtidos por la experiencia propia y ajena, por haber estado de alguna manera en la piel del prójimo, no largaron, no aventaron al aire versos huecos, no sustentaron ni edificaron su poesía sobre el palabrerío, sino antes bien trataron de ir a la esencia. Supieron que los versos tienen que justificarse no por la vía del colorido sino del mensaje y del razonamiento. Por sobre todas las cosas, y esto es importante destacar, no se creyeron nunca dioses.
Uno de esos poetas fue Don Antonio Machado, nacido en Sevilla, en 1875. Él obtuvo la cátedra de Lengua francesa, que profesó durante cinco años en Soria, donde contrajo matrimonio. También se doctoró en Filosofía en la Universidad de Madrid.
Sobre su obra Campos de Castilla dijo con sinceridad rotunda lo siguiente: “Cierto que yo aprendí a leer en el Romancero general que compiló mi buen tío don Agustín Durán; pero mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla y al Libro Primero de Moisés, llamado Génesis. Muchas composiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras al simple amor de la naturaleza, que en mí supera infinitamente al del arte. Por último, algunas rimas gastadas –alguien dirá: perdidas– en meditar sobre los enigmas del hombre y del mundo”. Pues bien, así entero se pintó Machado. No hizo rodeos innecesarios para no robarse tiempo ni robárselo a los demás. No pretendió mayores elogios. Se afirmó en su sinceridad, pues la honestidad que se debía a sí mismo y, sobre todo, a sus lectores era una materia que la tenía bien aprendida, según se desprende de sus afirmaciones.
Son muchos los escritores de lengua castellana que lo leen, lo buscan, lo toman como un referente a pesar de que pertenece a un tiempo tan pasado. Don Antonio Machado no cayó en los fuegos fatuos ni se dejó engañar por el efímero guiño de la fama.
He aquí algunas perlas suyas: No desdeñeis la palabra; / el mundo es ruidoso y mudo,/ poetas, solo Dios habla.
En relación con la verdad, de la que muchos seres humanos se creen dueños o propietarios, así reflexionaba este singular vate español: ¿Tu verdad? No, la verdad,/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya guárdatela.
Versos puros
Yo amo a Jesús, que nos dijo:
Cielo y tierra pasarán.
Cuando cielo y tierra pasen,
mi palabra quedará.
¿Cuál fue, Jesús, tu palabra?
¿Amor? ¿Perdón? ¿Caridad?
Todas tus palabras fueron
una palabra: Velad.
Antonio Machado
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Delfina Acosta
desde Asunción del Paraguay
19 de Febrero de 2012
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