Un buen amigo del "gremio" (cuya identidad prefiero mantener en el anonimato) y que se ha leído mi novela "Las nueve ventanas de Jeanne Bardeot", se ha tomado la molestia de grabar con su voz y con una bella canción de fondo, una de las epístolas que aparecen en el libro (quizás de las más personales y que la protagonista, Jeanne, dirige al arcángel Miguel...).
No estoy cosechando malas críticas hasta ahora y estoy contenta con las opiniones de los expertos que están leyendo mi novela.
Mi agente todavía está tratando de hallar editorial. El asunto ya estaría zanjado, pero he insistido en que me la "coloque" en la Editorial La Esfera de los libros y prefiero esperar con la publicación, antes de tomar una decisión errónea con una editorial mediocre.
Os adjunto el texto narrado del mp3 adjunto, así como algunos de los dibujos de la novela que hacen referencia a escenas del contenido.
Al igual, volver a recordaros que si alguien tiene interés en leer mi novela en PDF me lo haga saber y se la adelanto.
Os abraza,
Claudia Bürk Falcón
cburk007@hotmail.com
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Fragmento del mp3 en texto:
Mientras cruzaba el interior de la iglesia con paso ceremonioso, encaminándome hacia la salida principal, mis ojos seguían a una sombra. Yo no estaba realmente allí, sino mi pueril cuerpo, junto al vestido blanco que en sí lo contenía. Pero yo no. Me había ido muy lejos de aquellos lares. Mi rostro mostraba una total inexpresión. Tan solo los ojos me brillaban y no por la alegría que debía sentir. Era el vaivén de un lamento que danzaba en mi lagrimal. Sobre eso que allí hubo de mí cayeron puñados de arroz flotando por el aire. Su impacto alcanzó mi piel como balas de plomo. La tradición. ¡Malditos ignorantes! Hubiera preferido, una y mil veces, que feroces y hambrientas palomas planearan sobre mi cabeza y devoraran los restos que de mí quedaban sobre el suelo, y no que se dedicaran a picotear esos indefensos granos de arroz que reposaban bajo mis pies. ¡Qué sabrían aquellas palomas de lo que me deparaba el futuro! Esas insolentes aves, que muchos denominan como «las ratas del cielo», no eran capaces ni de despeinarme siquiera. Hubiera deseado transformarme en una de ellas para salir volando de allí, para no soportar el hastío de mi tristeza, para no entregar mi vida al hombre equivocado: mi única y tangible manera de escapar de las garras de una desunión familiar latente a grandes rasgos.
Mi salida era aquélla, al menos de momento, ya que mi libertad se hallaba completamente coartada por los esquemas mentales preestablecidos; las fuerzas opresoras de mi infeliz infancia. La vida me vino impuesta marcada por un sendero, por el cual ya no quería volver a perderme. La decisión de mi unión con Nicolás siempre fue ajena a mí y siempre lo será, pese a quien le pese. Anhelo ahora la comprensión absoluta que me fue negada entonces; sueño con tomar las riendas de mi vida sin que nadie me condicione; ardo de deseos por recobrar la libertad que me fue amputada de mi propio ser —como si ésta y yo hubiéramos sido hermanas siamesas separadas al nacer para que nunca nos volviéramos a reencontrar formando parte de un único organismo vital.
Cuando me pegó por primera vez, sentí la muerte aun estando viva. En todos esos instantes, me quitó cuanta vida había ganado desde mi niñez. Sin embargo, no me rebelé. Me dejé hacer, como siempre. Sentí morirme por él, más que por el propio daño inflingido hacia mi persona. ¡Qué me dañara, si en ello consistía su justicia! Era incapaz de defenderme de él. No podía escudarme. Era el hombre que me amaba, al que me debía. Yo comprendía que me castigaba por no quererle tanto como él a mí. Un envite del tiempo me hubo llevado a sus brazos. A partir de ahí, muy pronto, mis ojos perderían todos sus brillos. Nicolás se apoderó de mis facciones, de mis muecas, de mis pocas alegrías, una por una. Mis labios se estrecharon. En mi frente se grabó la preocupación a surcos. La oscuridad en sus ojos me ocultó la luz de los días venideros. Mi destino había emprendido un camino inesperado. Yo era suya; incluso mi cuerpo al completo, porque con lo que se había casado era con mi envoltura. El alma, lo juro, había logrado escapar desde el altar a lo alto, lejos de las promesas.
Sin embargo, y pese a mi presteza, ya fue demasiado tarde para mí.
Hoy, la agonizante caída de un lamento me está tentando a contar la verdad; es la que hace encender llamas entre las falanges de mis dedos. Y los hace arder por poder escribir mis confidencias.
Hoy, tenebrosas neblinas —en una noche que se ciñe apresurada a mi alma— me conducen decididas y deliberadamente a una isla de intimidad y casi estoy dispuesta a desvelar lo que nunca me atreví a confesar a nadie. Un ancla invisible se empeña en mantenerme sujeta a un tiempo ya desaparecido. Encierro secretos que no puedo liberar. ¿Dónde esconderme para siempre sin encontrarme con el pasado? ¿Cómo camuflar una existencia maldita?