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El jarro - Un cuento de Ramón Maturana

El jarro

La orden, ya se estaba ejecutando puntualmente a las siete de la mañana de cada día, donde la esperanza se olvidó el calendario, mientras los golpes de los pestillos libraban las puertas sin ofrecer resistencia: todavía era temprano, el frío metálico del invierno se hacía sentir demorando el amanecer. Aún así, él ya estaba sentado al borde de su camastro, con un movimiento oscilante y una expresión pensativa, escuchando el arrullo de las palomas que venían desde su ventana. Una idea repentina y marginal lo hizo sonreír, mirándose sus manos alargadas y de tacto suave , como la del cirujano que usa guantes para examinar al paciente, él la usaba para manipular los productos de sus fechorías, eran las mismas que ahora plegadas, sostenían el objeto más preciado en su limitada existencia, no por su valor monetario sino por la intuitiva comprensión que le brindaba, era su jarro, el cual portaba la mayor parte de su día visible, o sea cuando se dejaba ver, ya que permanecía enclaustrado en pensamientos inconcretos sin tener noción del tiempo. Aparte, lo llevaba él con tal respeto y adoración, como a una antorcha que le ilumina el camino en la oscuridad, o como una brújula de veneración que le provee la orientación a sus atormentados sentidos.
Con su cara de liebre muerta, los ojos perplejos y febriles, miraba su jarro, decorado con figuras orientales, mujeres semiocultas por un sauce, que se bañaban en un estanque con una cascada de fondo. Las mujeres se encontraban completamente desnudas regodeadas por la picardía del pintor. La observó largamente como transmutándole sus sentidos para que recobrara vida, mientras acaparaba la atención de una pequeña turba, de pensamientos simplistas, pero de proceder directo y resoluto en la estocada.
Él trataba a su jarro con exagerada normalidad, no se separaba nunca, ni para ir al baño. Le exigía fidelidad y atención, sólo sus labios podían tocar su boca, sentía que en el interior del recipiente seiba alojando el resabio de sus ácidos y astutos consejos que él vertía con profunda cadencia. Si él llegaba a perder el hilo imaginario de sus elucubraciones lo reprendía apretando con su pulgar en la oreja misma que no oía pero sí sostenía.
Le había enseñado de todo, lo primero que tuvo que aprender, la regla de oro: NUNCA HABLES DELANTE DE NADIE PARA NO DESPERTAR CODICIA.
Le inculcó siete creencias distintas, una para cada día de la semana, así, juntos invocaban de memoria, a cada Dios. ¿Lo comprendía?¡Realmente lo comprendía! Sabía infinidad de códigos postales, entendía de jurisprudencia, algo más de tres idiomas y un poco de lunfardo callejero del siglo pasado, una maza el Jarro, le daba la solemnidad de ideas para escribir interminables epístolas a desprevenidos destinatarios que jamás le respondían. Tenía miles de proyectos que estudiaban para encontrar la forma de insertarlo intempestivamente en la globalización con martingala en desusos.
En las raíces más intrínsecas de su neurosis, él sentía la placentera certeza, que por fin había descubierto la estrella de su éxito, estaba ahí, con él, ahora y era su jarro.
Un día despertó de la total apatía en la que solía caer, sumido y cavilante por la incertidumbre de la realidad y al abrir los ojos descubrió que su jarro no estaba en el pedestal de la obsecuencia como solía llamar a la banquetita polifuncional que estaba en la cabecera y que obraba de escritorio, silla, velador (¿mesita de luz?) y sobre todo de santuario donde reposaba su jarro, que ahora no estaba donde lo había dejado, sobresaltado en la emoción de su desconsuelo, lo buscó y lo siguió buscando todo el día. Pero... se había marchado, provocándole una depresión tal que rayaba en locura. Se asiló definitivamente, no habló más, no se alimentó y mucho menos beber sin su jarro. Había perdido el motivo de su existencia, sus ganas de vivir. Transcurrió algún tiempo hasta que fue trasladado a un hospital, moribundo y en su incoherencia, muda, gesticulaba y movía sus labios, suplicando por su jarro, ¡¿Dónde está mi jarro?!


Ramón Maturana (Penal de Rawson)


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